The end
8 septiembre 2008

(viene de Vuelo 714)

Poco antes de cumplir catorce años, a principios de verano, celebramos una pequeña fiesta de despedida los que terminamos la EGB aquel año. Hubo una pequeña ceremonia, la entrega de unos diplomas, creo recordar, y un pequeño aperitivo que debió consistir en algunos frutos secos y refrescos. En aquel salón de actos del colegio de mi barrio, con el orden propio de un colegio religioso, aunque no de curas, fuimos subiendo en pequeños grupos para recoger aquellos diplomas, obsequios, recuerdos o presentes, fuera lo que fueran, cada uno junto a uno de los cinco profesores que aguardaban de pie, en fila. Al subir las escaleras hacia el escenario, me di cuenta casi sin sorpresa de que iba a suceder una pequeña casualidad: la aleatoriedad del orden en que subíamos me situó justo delante de don Eugenio, el profesor de ciencias con el que aprendí a calcular áreas y volúmenes, velocidades finales en caídas libres, sistemas de ecuaciones, parábolas y, además, algo a lo que aún no sé poner nombre, pero que de alguna forma he llevado dentro de mí desde entonces, no sé si como piedra angular de una manera de vivir o como mero amuleto. El azar me podría haber situado en aquella despedida oficial frente al profesor de historia, o la profesora de lengua e inglés, pero mis pasos se detuvieron protocolariamente frente a los pies de don Eugenio. Fué él quien me entregó el diploma un instante antes de que yo musitara una palabra de agradecimiento que sonó poco convincente y también poco convencida, porque en aquel momento no pensé que estuviera realmente despidiéndome para siempre de la mayoría de aquellas personas -era propio de quienes siempre habíamos estudiado allí, tener en junio la certeza de que en septiembre volveríamos a sentarnos en aquellas clases que envejecían como los profesores y que, en parte, hicieron de mí un niño viejo-. Jamás volví a ver a don Eugenio, salvo en alguna ocasión en que el recuerdo urdió un sueño en el que él aparecía: era yo de nuevo un alumno suyo, ya crecido, con mi edad actual, pero dueño de la misma cabeza fugitiva que se agazapaba entre el resto de alumnos en un intento inútil por ocultar la negligencia con que había dejado mis ejercicios sin resolver -cuántas curvas olvidadas, cuántos números sin calcular, cuántas operaciones en el limbo de la matemática, cuántos triángulos sin área conocida-.

Ahora comprendo por qué no tuve la normal sensación de despedida aquel día en el salón de actos del colegio. Aunque cambié de centro, vivía en el mismo piso de siempre, de modo que los cambios que se produjeron en mi vida fueron pequeños matices: en lugar de cruzar la calle y bajar la avenida hacia el colegio, subía por mi acera hacia el instituto; en vez de salir a callejear con mis compañeros del colegio, salía por la noche con mis nuevos amigos del instituto; ya no recibía clases de don Eugenio, ni rezaba el Ave María por la mañana, pero durante un par de años don Rafael, hombre que ostentaba el difícil y honorable récord de ser la única persona capaz de ser don Rafael, corredor de pasillos de sempiterna puntualidad, nos instruía en matemáticas con la intensidad del rayo en que se convertía para ir de una clase a otra. Más tarde fui a la Facultad de Ciencias, en cuyas aulas jamás llegué a sentarme: había algo para lo que no encuentro nombre que me hacía alejarme de los números y las hipérbolas, ya se había tejido en mí la crisálida de ese extraño insecto que inocula en los hombres la necesidad de la escritura, para entonces ya prefería las calles nubladas del centro de Granada a las clases somníferas de álgebra y cálculo.

Aunque mi relación con don Eugenio nunca fue tan idílica como la de Alfredo y Totó, o como la de Pardal y su feo maestro republicano, siempre quedó un sedimento que no llegué a comprender bien hasta hace unos días. Debe ser, creo ahora, que el fantasma de aquellos años ronda aún mi devenir con alguna causa pendiente. Aquella tarde en el salón de actos del colegio, quemé una etapa de mi vida, esa en la que se construyen los cimientos del universo interior de un hombre, quizás la más importante de todas, pero no me entregué a la ceremonia de las despedidas y las lágrimas porque yo ya vivía en mi nuevo mundo, fue aquél el momento en que empecé a construir lo que, para bien o para mal, soy hoy, una sucesión de etapas inconclusas, de causas pendientes que colecciono tal vez como piedras angulares, tal vez como meros amuletos. Por eso tengo que escribir aquí y ahora, rendirme a la interminable sucesión de palabras que inunda la vida de cada hombre, porque quedan historias por contar, recuerdos enterrados, ficciones y farsas que se confunden con la verdad que otros creerán poseer. Aquí y ahora, no sé si como piedra angular de mí mismo o como mero amuleto, como una treta fugitiva, como una manera de agachar la cabeza y esconderme en el lugar en que me muestro al mundo, me hago dueño de mis mentiras.